Declaración de amor entre La Señora de Blanco y El Caballero de Negro(O de cómo dos sencillos espectadores se convierten en personajes de teatro a fuerza de frecuentarlo mucho.)

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Dedicado a Ángel Anadón. 

(Ha terminado la representación de la escena de Don Juan. Antes de que el público aplauda, una mujer vestida de blanco, con cierto aire decimonónico, situada aproximadamente en la sexta fila, dice:)

 

La Señora de Blanco.- No, no se vaya usted, Don Juan. Antes de que lo haga, al menos quisiera ponerle como testigo de algo que durante toda la noche he querido decir, puesto que aquí no se ha dicho…

(Murmullos en la sala.)

No se preocupen, señoras y señores, autoridades, ilustres personajes e invitados que esta noche nos acompañan… Voy a ser muy breve y no es mi intención importunarles.

(Los personajes están tan sorprendidos como el mismo público. De entre las cajas aparecen además los que también han intervenido en escenas anteriores. Escuchan como siluetas al fondo del escenario.)

Yo, de niña, asistía a las representaciones de Don Juan Tenorio a las que me traían mis padres todos los años. Como verán soy mayor de edad, pero mantengo intacta mi pasión por el teatro y por esta magnífica obra de nuestra literatura dramática. Mis muchos años de espectadora me permiten, mejor dicho, me obligan a decir lo que quiero decir a continuación…

Don Juan.- (Adelantándose hasta proscenio.) Adelante.

La Señora de Blanco.- Esos señores que han evocado lo que han sido estos doscientos años de teatro en Zaragoza, han hablado, y muy bien por cierto, del justo reconocimiento que se les debe a los técnicos, a los actores, a los directores, a los cantantes, a los coreógrafos y bailarines, que han desarrollado su actividad entre estas paredes. Pero han tenido un olvido imperdonable…

Don Juan.- (Todavía más sorprendido) ¿Cuál, señora?

(Del fondo de la sala viene la voz de un caballero, vestido, en este caso, rigurosamente de negro. Anticipándose a la respuesta de la Señora de Negro:)

El Señor de Negro.- Se han olvidado del público.

Doña Inés.- (Adelantándose también.) ¿Cómo dice?

El Señor de Negro.- Lo que esa señora de negro quiere decir es que en este acto solemne se han olvidado de hablar… del público de Zaragoza. ¿No es así, señora?

La Señora de Blanco.- Así es, caballero.

 (En la relación entre ambos parece haber algo más que una mera coincidencia.)

El Señor de Negro.- Yo también asisto a las representaciones de este teatro desde muy joven. Me tengo, modestamente, por uno de los más fieles espectadores. He visto vaudebilles, dramas, ballets, operas, hasta experimentos vanguardistas, que algunas veces he comprendido y otras no tanto. Pero siempre, se haya tratado de un tipo de espectáculo o de otro, he visto lo mismo.

Don Juan.- ¿Y qué ha visto, caballero?

La Señora de Blanco.- (Anticipándose también al Señor de Negro:) Lo que este señor ha visto, sobre todo, y siempre, han sido seres humanos, a espectadores, sentados en estas butacas. Esos espectadores dejaron su sitio después a otros más jóvenes y éstos a otros todavía más jóvenes que ellos. El público ha sido una suma de voluntades, de inteligencias, de sensibilidades… Han sido corazones que aprendieron pronto a latir juntos pero sin hacer ruido, porque el silencio es una de las claves del lugar en donde estamos. Ha sido siempre generoso, en ocasiones exigente, pocas veces cruel y despiadado. Antes se mencionó a Ramón Gómez de la Serna. Quiero citar también una de sus frases: «El envidioso no aplaude porque le salen espinas en las palmas de las manos y se las clavaría si aplaudiese» El de este teatro ha aplaudido con gran pasión. (Dirigiéndose al público, especialmente el que ocupa los pisos superiores) Por eso, yo quisiera ahora proponerles a todos ustedes, si a Don Juan y a Doña Inés no les parece mal que les quitemos un poquito de protagonismo, que nos unamos en un aplauso que resuene como el mejor homenaje a quienes nos precedieron en respirar silenciosamente este aire mágico que ahora mismo respiramos.

(Aplauso general)

El señor de Negro.- (Enaltecido por el aplauso se ha colocado en mitad del pasillo central de la sala.) Entre ese público estaba la señora que dejaba su abrigo de pieles en guardarropía, aquel estudiante que se gastaba aquí todos sus ahorros y hasta le llegaba para comprarse una chocolatina, aquella pareja que entrelazaba sus manos cuando veía una escena de amor, ese carnicero que lloraba amargamente, nunca entendí porqué, cuando Segismundo se encerraba en sus profundas reflexiones, aquel crítico que se sentaba en la primera fila para paliar su sordera…, y nosotros, señora. Y puestos a decirlo todo esta noche del bicentenario, yo también voy a decir algo que no he dicho nunca y que me muero de ganas de decir… (Dirigiéndose a Don Juan, con máxima timidez) ¿Puedo?

Don Juan.- (Algo desconcertado) Naturalmente.

El Señor de Negro.- Mi fidelidad al teatro también ha tenido otra causa y ahora quiero desvelarla. Señora: cuando usted era una niña y penetraba en este recinto de la mano de sus padres, yo era también otro niño. Cuando usted aparecía, el espectáculo para mí pasaba a un segundo plano. Aquellas trenzas, aquel lacito azul… (Muy emocionado.) En fin… He seguido viniendo función tras función, año tras año, ocupando una butaca siempre detrás de la suya, para poder mirarla con discreción. Para poder verle al menos parte de la espalda, y ese peinado que le sienta tan bien. El teatro nos ha unido de una manera definitiva…

La Señora de Blanco.- (Después de una pausa) Caballero, no sé qué decirle. Algo me hacía intuir que detrás de mí había unos ojos que me prestaban una inmerecida atención… A veces incluso me volví, notando en mi nuca un aliento cálido que me desconcertaba… (Sobreponiéndose a la emoción.) Ahora nuestro secreto ya no es tal. Somos, caballero, como una versión zaragozana de Romeo y Julieta, ¿no le parece? Como dos personajes de teatro…

(Todos, incluidos los personajes del escenario se quedan francamente pensativos.)

El Señor de Negro.- ¿Y ahora qué podemos hacer?

La Señora de Blanco.- Lo que usted estime oportuno…

Don Juan.- (Adelantándose.) Señora, caballero… Si me permiten, quisiera decirles algo. A lo largo de mis muchos años presentándome en los principales teatros del mundo, no había visto ni oído nada parecido. Alguna vez he sentido la tentación de quitarme este vestido y bajarme de estas tablas, a disfrutar del sencillo calor de una casa, de una familia… Sé de otros personajes que también les hubiera encantado dejar de serlo y convertirse en público normal, y perdonen esta expresión. Pero los personajes de teatro no tenemos la posibilidad de dar ese paso porque pertenecemos ya a los sueños de muchas generaciones. Lo que no había conocido directamente es el caso de unos espectadores que tan claramente como ustedes sean ya, quieran o no serlo, personajes de teatro. ¡Ah, si les hubiera conocido Pirandello qué obra más magnífica hubiera escrito!. Yo, modestamente, lo único que puedo hacer es brindarles la posibilidad de que suban aquí y se confundan con todos nosotros. Tal vez arriba del escenario les sea más fácil decirse lo que tanto tiempo han callado aunque ambos habían intuido. El teatro también tiene esa virtud de unir. En este caso de unir el patio de butacas y el propio escenario. Suban, pues, si les place… Aunque les advierto que… si lo hacen… regresar abajo les será completamente imposible. (Les tiende la mano.)

(Después de vacilar unos instantes, el Señor de Blanco atraviesa el patio de butacas y va a buscar a la Señora de Negro. Ambos se dirigen hacia el escenario y suben por la escalera. Allí les está esperando Don Juan y el resto de los personajes que han intervenido en esta Gala Conmemorativa del Bicentenario del Teatro Principal de Zaragoza. Todos se funden en un emocionado abrazo. Se escucha esa música que todos quisiéramos escuchar en un momento como éste. Lentamente cae el

TELON

 

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