En el ambiente de la empresa privada hay una cierta inclinación a desdibujar entre la mentira y el error, como si se tratase de lo mismo. Quizá esto ocurre en México por un fenómeno de ósmosis contaminante con el ambiente que priva en la política, en donde esa frontera efectivamente se ha borrado casi por completo. Hoy resulta difícil determinar si un individuo –funcionario público, ejecutivo de una empresa privada o persona sin un oficio particular- miente o se equivoca, aun cuando tales actos son en tono diferentes. La mentira, a diferencia del error, conlleva una expresa intención oblicua por parte del sujeto que la dice. No existen las mentiras inocentes o piadosas. Si acaso, hay pequeñas mentiras que no tienen mayor trascendencia porque apenas afectan la buena marcha de los asuntos humanos. Pero la mentira siempre es culpable. Muchos yerran involuntariamente. En cambio, quien miente siempre lo hace con la conciencia de que no dice la verdad; de no ser así, no habría mentira.
Por otra parte, si el error, aún culpable, puede merecer la indulgencia de los perjudicados, sean o no reparables los daños, la mentira, en cambio, jamás puede pasarse por alto en una organización. Los mentirosos resultan, a cierto plazo, insoportables dentro de la empresa, porque agrietan la confianza en la que ésta se funda: un mentiroso, por muchos beneficios que pueda generar, no sirve, pues atenta directamente contra el constitutivo esencial de la empresa como organización.
En efecto, la mentira se define técnicamente como locutio contra mentem, la palabra contraria al pensamiento. Según Tomás de Aquino son tres las condiciones que han de ocurrir en ella: 1) enunciar algo falso, 2) voluntad de decir la falsedad e 3) intención de engañar. “Resulta entonces el triple elemento de la mentira: falsedad material, por el dicho falso; falsedad formal, porque se dice con voluntad consciente, y falsedad formal o voluntad de enunciar algo falso es la que propiamente constituye la mentira”.
Mentira, pues, es una expresión o manifestación conscientemente contraria a la verdad que por lo común ocasiona el engaño del prójimo. Su concepto es contrario al de la veracidad. Se clasifican fundamentalmente tres clases de mentiras: La oficiosa –utilizada para adquirir o conservar un patrimonio-; la perniciosa –que transgrede el respeto a los demás y los perjudica-; y la jocosa- dicha para divertir y que suele ser, aunque burlona, inofensiva-.
La mentira recibe también los nombres de argucia, embuste, falsedad y patraña. Todas sus formas, sin excepciones, son intrínsecamente enemigas de la organización, porque atentan contra la fidelidad y el crédito dentro de la sociedad, que es su constitutivo esencial.
Los buenos negocios pueden soportan que un subordinado se equivoque: las pérdidas son cuantificables. Pero cuando un miembro de la organización miente, contraviene desde sus cimientos las posibilidades de relación que animan a los otros miembros: se introduce la ruina incuantificable en el seno del negocio, incluso cuando aparentemente se generen buenos resultados.
La mentira no es admisible en forma alguna, desde la mentira inofensiva hasta el fraude, porque mina la mutua confianza de los miembros de la empresa. Ser permisivos en este punto significa introducir al enemigo, la desconfianza, en mitad de nuestro campo de trabajo. Los daños de la mentira y el deterioro en la organización son incuantificables, imperceptibles a simple vista e irremediables. El error, aunque sea a posteriori, es más fácil de percibir y puede tener remedio, porque puede generar inseguridad interna pero no la desconfianza.
La cultura actual de la empresa ha transigido desafortunadamente en este particular, y exhibe como más perjudicial al error que a la mentira. En ocasiones, incluso, se halaga al mentiroso cuando logra su cometido, por la habilidad que manifiesta. Según la cultura bussines is bussines, un pequeño error suele resultar mucho más costoso que una gran mentira, pues ésta puede resolver a “corto plazo” una transacción a nuestro favor. De esta manera no guarda – se dice- más demérito o más valor que el de las consecuencias que produce. Por el contrario, a quien comete un error, se le descalifica inmisericordemente y despectivamente, por su falta de inteligencia. En cambio quien sabe mentir sin que lo descubran es envidiado por los otros, como si ejerciera una virtud con el ejercicio del engaño.
Notas del libro: Ser del hombre y hacer de la organización de Carlos Llano