La fe humilde

La fe del centurion, llena de humildad, conquistó el corazón de Jesús: quedó admirado de él, y volviéndose a la multitud que le seguía, dijo: Les digo que ni aun en Israel he hallado tanta fe. La humildad es la primera condición para creer, para acercarnos a Cristo. San Agustín, al comentar este pasaje, asegura que fue la humildad la puerta por donde el Señor entró a posesionarse del que ya poseía.

Meditemos hoy cómo es nuestra fe y pidamos a Jesús que nos otorgue la gracia de crecer en ella, día a día. San Agustín enseñaba que tener fe es: "creer a Dios que sale a nuestro encuentro y se da a conocer; creer todo lo que Dios dice y revela; y, por último, creer en Dios, amándole, confiar sin medida en Él. Progresar en la fe es crecer en estas facetas.

La primera, que reside en el afán de conocer mejor a Dios, se concretará en la fidelidad a la verdad revelada por Dios, proclamada por la Iglesia, predicada y protegida por su Magisterio. Creer a Dios nos lleva a verle muy cerca de nuestro vivir diario, a tratarle diariamente en diálogo amoroso en la oración y en medio del trabajo, de alegrías y tristezas. Creer en Dios es la coronación y gozo de los otros dos: Es el amor que lleva consigo la fe verdadera.

La fe verdadera nos une a Cristo y nos da una seguridad que está por encima de toda circunstancia humana. Pero para tener esa fe necesitamos la fe del Centurión: sabernos nada ante Jesús; no desconfiar jamás de su auxilio, aunque alguna vez tarde en llegar o venga de distinto modo a como esperábamos. San Agustín afirmaba que todos los dones de Dios pueden reducirse a éste: "Recibir la fe y perseverar en ella hasta el último instante de la vida"(Sobre el don de la perseverancia).

En Nuestra Madre encontramos esa unión profunda entre fe y humildad. Pidámosle que nos enseñe a crecer en ellas.